El toro de soga de Rubielos
A través de los años se ha ido planteando y discutiendo sobre el principio de esta fiesta tan popular en la villa de Rubielos y sobre cuál podría ser su origen. Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que la documentación más antigua se conserva en los fondos del Archivo Municipal de Rubielos, que todavía tiene que ofrecer muchos más datos pues, en un primer momento, las noticias sobre correr toros en la localidad son escuetas y esporádicas aunque no por ello menos importantes, y se ciñen únicamente a referencias de su existencia durante las festividades y al reflejo de las mismas en los apuntes económicos de la villa.
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Toros y fiestas han venido a ser, a lo largo y a lo ancho de la geografía española, terminologías casi sinónimas, muy asentadas en la esencia de nuestra particular historia. Los festejos populares, desde antiguo, conformaban un modo de ruptura de la rutina diaria del trabajo y de las actividades, determinando los mismos espacios urbanos y su utilización. Y es que, a pesar de la existencia de otras alternativas para el escaso tiempo libre y de ocio, como la pelota, las danzas, el teatro o los bailes, los antiguos rubielanos, como muchas poblaciones peninsulares, fundamentalmente se entretenían corriendo toros por sus calles.
Es bien sabido que los primeros intentos de regular la fiesta por parte de las autoridades son muy antiguos, como así lo encontramos en el IV Concilio de Letrán (1215) o en las propias Partidas de Alfonso X el Sabio (1256-1265), centrándose en el impedimento a la participación de eclesiásticos. Si bien en Castilla, por esos tiempos, uno de los precedentes del toro enmaromado fue el toro nupcial o del misacantano, representado en las famosas Cántigas de Santa María, donde el animal permanecía atado durante una lidia popular sin muerte, su celebración corrió pareja a la fiesta de la primera misa o del misacantano, de donde parece haber salido el tan taurino término actual de “toricantano”, término posiblemente acuñado por el ingenio del propio Quevedo para designar al torero nuevo en la plaza o de alternativa. En este sentido, si bien eran habituales los impedimentos de paso de ganado bravo por las ciudades, éstos lo eran menos si su destino era la celebración de una boda o misa. Así lo regulaban conocidos textos jurídicos aragoneses, como la Compilación de Huesca o los fueros de Jaca y Tudela.
En Rubielos, como en muchas otras poblaciones, las celebraciones taurinas, documentadas desde tiempos medievales y, con mucha intensidad, a partir del siglo XVI, estaban vinculadas, en un primer momento, a las celebraciones religiosas, sobre todo a la principal del pueblo, la Santa Cruz del 14 de septiembre y, probablemente, el Corpus Christi, en la que se corrían los toros de cuerda al igual que en otras muchas grandes poblaciones de la Corona de Aragón.
Hasta finales del siglo XIV Rubielos poseía una población muy diseminada por su término, con diferentes núcleos, masías y un casco urbano todavía en definición, que no acabó de delimitarse, en parte, hasta la guerra de los Pedros, en que la nueva muralla acaba por fijarlo definitivamente en el casco histórico que hoy todos conocemos. Como la celebración taurina estaba vinculada a la vuelta de procesión desde aquellos lejanos momentos, que se definía a lo largo de las calles que conformaban la ronda de la muralla y era un recorrido demasiado extenso, difícil y costoso de cerrar con barreras y entablados, que eran generalmente competencia municipal, se optaba, como en otras villas del Reino, realizar el festejo con un toro de soga, que no suponía la muerte del animal y que, a la vez, servía de despeje previo de las calles para los actos religiosos callejeros.
Aunque el ganado bravo era traído de lejos, sobre todo con motivo de las grandes efemérides, en la mayoría de casos, los toros empleados solían ser de labranza, unas veces alquilados otras prestados, procedentes de las diversas masías del pueblo o de otras localidades vecinas, éstos llegaban sueltos a las proximidades del casco urbano, portados por los propios masoveros o pastores. También muchos animales de la fiesta procederían de los arrendadores de la carnicería de la villa, mediante compromisos capitulados entre los mismos y la propia villa, tal vez incluidos por el uso del boalaje o dehesa comunal donde pastaba el ganado de todos los vecinos del pueblo. Aunque a veces se alquilaban, habitualmente, ya en el siglo XVI, el avituallador de dichas carnicerías tenía la obligación en dar los toros para la fiesta. El traslado de los toros y su cuidado se encargaba a pastores, a quienes se les pagaba, además de un salario, la carne, el pan y el vino que tomaban durante su estancia. En algunas ocasiones, la ciudad enviaba otras personas para acompañarlos o guardarlos durante su estancia en el pueblo.
Pensamos que el inicio de la festividad en Rubielos pudo ocasionarse ocasionalmente por la necesidad de asegurar la entrada y el traslado del ganado bravo, asido a una maroma, desde los corrales fuera de las murallas a la plaza de toros del interior de la villa, evitando en lo posible los accidentes y los conflictos con los habitadores. En Rubielos, como en otros lugares conocidos, los toros se guardaban desde antiguo en un recinto ubicado junto a la muralla,-por motivos de seguridad y sanidad-, que aquí hoy conocemos como Corralico, aunque pudiera haber otras localizaciones provisionales y temporales.
Sabemos que durante la celebración del Concilio de Trento (1545-1563), que en sus sesiones ejerció una labor principal de la defensa de la doctrina ante la amenaza del protestantismo, también se abordó, una vez más, el estado relajado de las costumbres del clero que tanto se vislumbraba en las visitas pastorales de aquel siglo en los episcopados hispanos. En el pontificado de Pío V (1566-1572), con su bula “De salutis gregis dominici” (1567), se condenaba a excomunión a los organizadores o participantes en los actos taurinos. El Papa dominico, comprometido con las pragmáticas de Trento, dispuso un esquema de reforma de hábitos eclesiásticos, entre los que se encontraba la censura y eliminación de los festejos taurinos que el concilio no había plasmado como leyes, teniendo como base la supresión llevada a cabo en los Estados Pontificios y en el concilio de Toledo (1566), que había prohibido los torneos. Felipe II, informado por el nuncio, no acogió la medida con entusiasmo, temiendo la respuesta de su pueblo, pese a urgir a los obispos españoles a convocar concilios provinciales, entre ellos el de Zaragoza, que trataron el tema. En Rubielos todas estas medidas coinciden con el verdadero auge y asentamiento popular de la fiesta del toro. En realidad, los empeños del pontífice respondían a las malas y crueles experiencias que los actos taurinos habían tenido en la vecina Italia desde su auge durante el gobierno del español Alejandro VI, y sus sucesores Julio II y León X, además de la opinión de algunos religiosos y teólogos españoles como el general de los jesuitas, San Francisco de Borja.
A partir del siglo XVI, la afición era tan grande que la fiesta no sólo se mantuvo, sino que se popularizó. Es el siglo XVII el momento de mayor notoriedad, donde evolucionó hasta el punto que, en las fiestas de consagración del nuevo templo parroquial, encontramos la primera aparición documentada de un festejo ya muy arraigado en la población, que en ese junto momento, con la construcción del nuevo templo parroquial, acabó por fijar definitivamente el itinerario actual, que hasta ese momento sería aleatorio. El antiguo documento: “Relación de la erection y edificio dela Yglesia de Rubielos, y de su dedicación y fiestas en ella hechas el Año 1620. Copiada por mi Mossen Juan Gil de Palomar y Mosqueruela, indigno benefficiado de ella. A 23 de Febrero del Anno 1659”, (transcrito en Martínez Rondán, J., El templo parroquial de Rubielos de Mora y fiestas que se hicieron en su dedicación (1604-1629), Rubielos de Mora, 1980) relata la celebración de aquellos días de fiestas, con bailes, danzas, teatros, etc. y corridas de toros y toros embolados. Y entre todos ellos, la noche del 13 de septiembre, día anterior de la festividad de la Exaltación de la Cruz, fiesta principal de Rubielos desde antiguo, “… Después de cerrada la noche hubo muchos fuegos por las calles, y un toro ensogado, …”. Unos actos taurinos, presididos por el Obispo de Teruel, que contaron con el visto bueno de las autoridades eclesiásticas y municipales del momento, compartiendo protagonismo con la celebración religiosa. Un auge que continuó, incluso, tras la erección en Secular e Insigne Colegiata la Iglesia parroquial de Rubielos en 1698.
En el siglo XVIII, en tiempos de la ilustración, en un panorama cada vez más laico, la actitud de las autoridades eclesiásticas y civiles del estado ya no resultaba meramente religiosa sino económica, tanto por la necesidad de destinar amplios terrenos a la cría de estos animales, mermando capacidades a la agricultura, como por el gran absentismo laboral que suponía la asistencia a los festejos taurinos. Tal era así que, en la diócesis vecina de Segorbe, de gran influencia histórica en Rubielos y su entorno por su vecindad, el obispo Alonso Cano, haciéndose eco de las ideas de muchos prelados de siglos anteriores y también del ideario ilustrado de la Corona, prohibía los toros poco tiempo antes del propio Carlos III, con la Real pragmática de 9 de noviembre de 1785. Se vetaban, con algunas excepciones, este tipo de festejos de toros de muerte en los pueblos que también, según su criterio, daban una mala imagen del país en el exterior. La concesión de algunas licencias en Valencia hizo que el propio monarca se ratificara en una real orden de 7 de diciembre de 1786, incluso sin tener en cuenta las excepciones de ningún tipo, salvo en la capital. Una orden que volvió a darse el 30 de septiembre del año siguiente, ante los oídos sordos de algunas poblaciones y autoridades locales.
La picaresca española hizo que diversas poblaciones burlaran la prohibición corriendo toros de soga, sin muerte, ya prohibido por el rey en la Corona de Aragón en 1691 por las víctimas que ocasionaba en ocasión de las grandes festividades. Realidad que el propio monarca cortó de raíz con una real provisión de 30 de agosto de 1790. Sin embargo, una vez más, la realidad era que se continuaban corriendo ensogados, por lo que el nuevo rey Carlos IV, con asesoramiento de su ministro Godoy, el 20 de diciembre de 1804, con cédula de 10 de febrero de 1805, decretó la prohibición completa en toda España. Pese a todo, cofradías, instituciones, pueblos, ciudades siguieron dirigiéndose a la Corona argumentando los beneficios misericordiosos de los festejos. Es de imaginar el poco seguimiento que debió tener el mandato cuando en las propias cortes de Cádiz, presididas en su sesión final por el clérigo rubielano Vicente Pascual y Esteban, se trató el tema acaloradamente.
Sin duda resulta interesante que, habiendo el gobierno español censurado las corridas de toros, fuera José Bonaparte quien, en 1811, tornó a consentir la fiesta nacional, aunque lo hiciera para ganarse el fervor popular, aunque tan sólo fuera por escaso tiempo, pues pronto tuvo que huir de la capital, el 22 de julio de 1812, tras la derrota de la batalla de los Arapiles. Sin embargo, aunque el decreto de 1805 nunca fue anulado y, pese a intentos concretos, las autoridades siempre han venido a ejercer un papel de resignada tolerancia, siendo Rubielos una de las pocas poblaciones en que el festejo ha tenido continuidad histórica.
Nuestra fiesta, realizada desde tiempos bajomedievales y documentada desde, al menos, 1620, se continuó celebrando durante ese siglo y los posteriores, en un principio sin la espectacularidad que posteriormente fue adquiriendo, sobre todo desde finales del siglo XIX y XX, donde ya constituyó un verdadero acontecimiento plasmado ampliamente en las crónicas como verdadera esencia intrínseca de Rubielos. Lo que comenzó como un acto secundario que consistía simplemente en conducir al toro con menor peligro desde el toril extramuros en el Plano a la plaza de toros intramuros (actual plaza de Igual y Gil) para devolverlo después sin la necesidad de barreras, a lo largo de los siglos XIV y XV, en los que debió aparecer como práctica común, pronto adquiriría una enorme popularidad que ha llegado, con intermitencias de guerras y conflictos, prohibiciones y oposiciones, hasta la actualidad, dejando incluso el nombre de sus grandes personajes para la inmortalidad.
En el presente, el espectáculo repite los parámetros y la bonita liturgia de tiempos pasados. Tras el pasacalles popular con la soga y la banda de música, el torilero, recibiendo órdenes del jefe de cuadrilla, abre la puerta del Corralico, dando paso al toro ensogado, con una única baga de veinticinco metros de cáñamo puro frotada en alfalfa para proteger las manos, sin presión por la testuz y llevado y controlado así por los sogueros, habitualmente seis, que tienen el compromiso de correr siempre delante del animal por el habitual recorrido procesional, a la carrera rápida por las calles y lidiado a cuerpo en las plazas, como en el rincón de la plaza de la Iglesia, donde un grupo de valientes se agrupa a pecho descubierto ante la mirada diestra de los sogueros desde hace siglos.
Aunque en la actualidad, se corre el toro de cuerda en otras festividades importantes del pueblo, como La Virgen del Carmen (16 de julio), el Toro de las Higas (mañana del 15 de septiembre), la Virgen del Pilar (12 de octubre) y otras fechas dispares, el origen del festejo está vinculado esencialmente y recogido como un acto tradicional dentro de las Fiestas de Toros que normalmente se han venido celebrando alrededor de las Fiestas Patronales de la Santa Cruz del 14 de septiembre desde tiempo inmemorial, posiblemente en conmemoración del día de la conquista de Rubielos, influenciado por la gran popularidad que tuvo su celebración en la Corona desde antiguo, de la que Rubielos es uno de sus últimos exponentes en situación auténtica y, por lo tanto, un verdadera reliquia de la historia y un patrimonio inmaterial aragonés donde el animal es especialmente respetado y cuidado.
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